Es temprano, día entre semana en el pueblo de Asiegu. Reinan la tranquilidad, la luz del sol, la música de pájaros y cencerros…Reina el picu Urriellu en el horizonte.
Sin embargo, aunque la estampa pueda parecer calmada, idílica o hasta vacacional, hoy es día de trabajo. Hay mucho que hacer. Y así lo atestigua Rocío Bueno (de la Quesería Asiegu), que aparece con paso ligero por la cuesta de la iglesia.
Llega un poco tarde. Viene de Llanes, de hacer algún reparto. Y de Carreña, de hacer algunos recados. Un perro marrón con los ojos de dos colores la sigue muy de cerca.
De camino a la pequeña esquina en la que está su quesería, Rocío dice que se considera tranquila, pero que estos días anda nerviosa. Que ella es sólo una mujer normal y corriente, con algo de arremangu, a la que un día se le ocurrió la romántica locura de emprender en su aldea de toda la vida. Y eso, si lo quieres llamar «emprender», porque en realidad Rocío decidió dedicarse a lo que vio hacer siempre en casa, con absoluto respeto: cuidar vacas y elaborar quesos en estas montañas.
Por eso, que el Colectivo de Muyeres Rurales del Oriente la haya nombrado Muyer Rural 2025 le produjo, en un primer momento, sorpresa: ella —afirma— no hace nada extraordinario. De hecho, su único propósito ha sido siempre, únicamente, el de ser feliz. Sin más: ir cosechando pequeños momentos de felicidad todos los días. Asiegu era el escenario perfecto para ello y el oficio de quesera lo lleva escrito en sus genes y lo mamó desde muy chica.

«Claro que estoy agradecida. Y emocionada. Pero también un poco abrumada: yo creo que este premio tendría que ser para mujeres como mi madre, de esas que se curtieron subiendo al puertu desde bien pequeñas, de esas que siguen subiendo… Mujeres como ella o mis abuelas, que nos abrieron camino de forma callada», señala convencida.
El ruido de la puerta la interrumpe: viene gente a comprar queso y ella se instala risueña tras el pequeño mostrador, contando el paso a paso de la elaboración, su día a día.
Rocío explica las diferencias entre las dos variedades que elabora: una, Cabrales. Suave, pero potente. Del que se hizo siempre en las laderas del Cuera. El otro, el Gigante, un queso imponente, muy especial y coloreado de flores… Una receta propia que puso en marcha hace un par de años y de la que está muy orgullosa. También habla de la cueva, la fresquera natural en la que sus quesos maduran. Habla de las tradiciones locales, de los lugares a visitar…

Cuando los clientes se van, continúa reflexionando, apostada en la puerta:
«Me gusta hablar con cada persona, mostrar el proceso de elaboración en el que estoy, enseñarles cómo trabajo, llevarles a la cueva…que la gente saboree el producto pero también la tradición que lo envuelve y el paisaje del que surge», cuenta, pasando casi por alto –sin darse ninguna importancia– que no sólo desarrolla una labor artesana, ancestral y tradicional sino que además saca tiempo para difundirla, procurando que todas las gentes que entran en su quesería salgan conociendo un poco mejor ese tesoro que es el queso de Cabrales.
Rocío mira el reloj. Toca volver al tajo. Decidida, se cuela por los rincones de su pequeña quesería y, sin parar de hacer cosas, continúa pensando en voz alta.
Confiesa que este premio la ha hecho reflexionar. Que ha llorado mucho. Pero de alegría. Que le ha valido para darse cuenta de cuantísima gente la quiere; para detenerse un instante y poner en valor su mundo: uno que ella sostiene a base de pico y pala, cada día. Como tantas. En eso no se reconoce como ejemplo ni como símbolo de nada. De hecho, hasta se ha dado cuenta de que es una suertuda: tiene cerca a su madre, tiene la tranquilidad de la aldea, está criando a sus hijas igual que se crió ella… Tiene un compañero de vida (y socio de quesería) que ni en sus mejores sueños… Tiene calidad de vida. Concilia, a su manera… Es afortunada.
Además, está rodeada de una red de mujeres, de una red vecinal, de familia, de comodidades que antes no había. Todo ello es parte esencial para que ella desarrolle su labor. Todos forman parte de su bienestar, de su sonrisa… De su calidad de vida y de sus méritos diarios. Sin faros como el que representa su madre Raquel, sin un talismán como el que es Pablo, sin la fuerza y ejemplo que le dan otras mujeres (amigas) que también hacen pueblu… Nada de lo que hoy celebra sería posible.

«Se habla mucho de la vuelta a los pueblos, de volver al rural…pero con eso no es suficiente. La clave no está sólo en vivir y trabajar en el pueblo. Hay que estar, sí, y hay que ganarse la vida… Pero lo esencial es ‘hacer pueblu’. Apostar por hacer cosas en comunidad para que esto siga vivo. Transmitir a los que vienen detrás el amor por esta forma de vida… Para mí es un orgullo ver que mis hijas entienden la tradición, valoran el lugar…Es un lujo ver que crecen en la calle, entre vecinos, con esa vida sencilla de siempre. Pero sobre todo valoro muchísimo que están aprendiendo algo tan esencial y guapo como que uniendo fuerzas, organizándote, se pueden hacer muchas cosas».
Ya casi es la hora de comer. Rocío cierra la puerta de la quesería y coloca un cartel que reza: «Si quieres quesu, llama: estoy cerca». Luego echa a andar hacia lo alto del pueblo, todavía enroscada en qué significa eso de «hacer pueblo».
Mientras avanza –saludando vecinos, dando nombre a las calles– habla de cuidar raíces, tierra y frutos. De plantar, durante todas las jornadas, pequeñas semillas que algún día sean bosque… Esa es la base de su rutina: cuidar lo suyo; cuidar a los suyos. Habla de sus antepasadas: mujeres nacidas al amparo de estas montañas que se dedicaron a cuidar la tierra, los hijos, el pueblo… Mujeres de Tebrandi, de Tordín y de Bierru. Mujeres cuya sangre corre por sus venas.

Ya sentada al sol —con el rumor de la fuente como banda sonora, su pueblo del alma a los pies y los Picos de Europa en el horizonte— recuerda que hace ahora veinte años fue Xana de las fiestas. ¡Parece que haya pasado un siglo! Con 18 soñaba con marcharse: quería ser policía, vivir en la ciudad. ¡Qué cosas! Regresó porque añoraba Asiegu y aquí, en la Salud de Carreña, encontró a Pablo, un cántabro —de ciudad — enamorado de estos montes. Nunca más se separaron.
«Tengo muy claro que este premio no sería posible sin él: es la mitad de mi equipo. Tengo claro que la vida me lo puso delante. Que es un regalo. Fue como encontrar una aguja en un pajar… Y nunca, nunca pensamos en marcharnos. Siempre tuvimos claro que queríamos vivir aquí y así. Para nosotros esto es el verdadero lujo», afirma, tratando de imaginar cómo será la vida en 20 años.
Se lo piensa un buen rato, dice que a menudo piensa en ello. Y que en realidad sólo desea que todo siga igual: que haya salud, trabajo, ratos de felicidad, vecindad, risas, amor…Que la quesería siga abierta. Que siga habiendo animales pastando en estas laderas. Que el pueblo siga vivo y en movimiento…
Pasa un tractor a ritmo tranquilo. El conductor y Rocío se saludan y cuando se va, ella ya ha perdido el hilo.

—¿De qué estábamos hablando?
—De que te han nombrado Muyer Rural 2025.
—Ah, sí. Y de que no hago nada extraordinario. — Añade entre risas.
—¿Dirías, entonces, que no hay ninguna fórmula mágica? ¿Qué la labor que haces es normal y corriente?
Rocío asiente. Luego, se va poniendo seria poco a poco y afirma que detesta eso de las fórmulas. Que no puede con esos slogans de vida perfecta, de mujeres perfectas… Todo eso de «si lo sueñas, o si lo visualizas, lo consigues». Además, remarca que (aunque fuese lo que siempre vio, aunque el trabajo silencioso de las mujeres fuese lo que marcó el ritmo de estos pueblos) tampoco cree en el esfuerzo ingente ni en sufrir todos los días. Hay que trabajar, sí, nadie regala nada. Pero también hay comodidades y avances que antes no se tenían.

«Quizá la fórmula sea —aparte de trabajar— estar a gusto. Hacer algo en lo que crees. Quedarse en lo sencillo, en las grandes riquezas del día a día… Mi pretensión no fue nunca hacerme rica, ni ser ejemplar, ni hacer nada extraordinario. Mi único propósito desde el principio ha sido ganarme la vida de forma honrada y poder disfrutar lo más posible de mis hijas, de los míos, de esta tierra…».
Se hace el silencio. ¿Cómo se le explica a alguien con una vida tan normal, tan tradicional, tan sencilla y laboriosa que lo que hace sí que es extraordinario? ¿Qué apostar por lo que todo el mundo abandona sí tiene mucho de valiente, sí que es muy loable? ¿Cómo hacerla ver que todos sus movimientos, o su manera de estar en el mundo (y en Asiegu) son en realidad cimientos fuertes, bandera, inspiración… para otras? ¿qué con su vida normal y corriente está continuando el tejido de una red que es escudo y empezó a trenzarse hace siglos…?
Rocío sonríe. Saca el teléfono. Repasa el comunicado que el colectivo de Muyeres Rurales envió anunciando que la premian por su compromiso, defensa y promoción del medio rural asturiano.
«Con este galardón, el Colectivo de Muyeres Rurales quiere reconocer públicamente el esfuerzo, la valentía y la capacidad transformadora de las mujeres que sostienen la vida en nuestros pueblos, contribuyendo a mantener viva la identidad rural y a construir un futuro con igualdad y oportunidades».

Se le empañan los ojos de lágrimas. Claro que se reconoce en todo eso: en lo de sostener, en lo de soplar para insuflar vida e identidad rural, en lo de construir un futuro con igualdad y oportunidades… Pero, insiste, que igual que se reconoce a ella reconoce a muchas más. Y que este premio es de todas ellas: empezando por su madre y terminando por todasy cada una de las que apuesta por quedarse y hacer pueblu…
El caso es que, aunque haya muchas, es ella, y no cualquier otra, la que el próximo martes 21 de octubre recogerá el premio de manos del Colectivo de Muyeres Rurales.
Además, se lo entregan en las escuelas de Asiegu; en su casa, en un edificio muy vinculado a la vida social del pueblo, rodeada de toda su gente. ¿Cómo no va a estar emocionada? No puede evitar los nervios. No está acostumbrada a ser protagonista y tiembla un poco al pensarlo. Le produce vértigo, mil emociones, gratitud… Le da mucha alegría.
Eso sí, subraya que más que como un reconocimiento a su labor quiere tomárselo como una celebración. Una fiesta en la que se aplaude el compromiso y la fuerza femenina que siempre ha sido motor de los pueblos. Un evento para que cualquier niña o chavala que lo desee sepa que sí que se puede: que no se trata de soñarlo. Que se lo hay que currar. Como todo en esta vida, vamos. Pero si lo trabajas, con honradez, sencillez, cariño y respeto… Con corazón, entonces vivir en el pueblo y ser eso que llaman Mujer Rural en el siglo XXI sí: se convierte en todo un sueño.