Fue perdiendo la vista y, cuando los médicos la vieron, ya no había nada que hacer. Así que Filo creció, apañándoselas como pudo. Entrenando memoria, tacto y olfato para que fueran sus guías
Tiempo de lectura: 4 minutosFilomena Díaz Teresa. | Xuan Cueto
Hace ya muchísimos años que sus ojos comenzaron a teñir la realidad de oscuro y borrones, aunque nadie lo diría. Se mueve rápida y certera, sin necesidad de bastones ni ayudas. Y en su mirada y su charla hay tanta luz que ella sola alumbra la estancia entera. Su casa, es su refugio: un hogar esquinado, pequeño e impecable, que huele a hierbaluisa y a menta; a café y a bizcocho recién horneado; a madera añeja y cocina de carbón.
Podría decirse que Filo es un mapa. Un manual antiguo preñado de memoria prodigiosa escrita en tinta invisible. Un tratado de recetas, de técnicas de bordado, de licorería, botánica y usos de la tierra… un sistemático compendio lleno de aromas, números, medidas, costumbres y cantos; un libro enorme que enseña de superación, de retentiva, del poder de los sentidos, de no achicarse ante la verticalidad de la vida, de fuerza de voluntad, alegría, medicina y aprovechamiento.
Vino al mundo en Cainava, al calor de la misma cocina de leña que sigue atizando hoy, un día de lluvia fina del año 1943. Fue la mayor de tres hermanos en una casa donde cuidar la tierra, conocer las flores y las hierbas, aprovechar los frutos del bosque, plantar y cuidar animales era modo de vida.
Dice que le gustaba la escuela, pero había que trabajar. Y que con 13 años ya cuidaba de su abuela y subía, cada día y a jornada completa, a coser a Beleñu. Pero, antes y después, había que mecer, mover a las vacas, guisar, afeitar a los hombres, lavar en la fuente, cargar agua, ayudar en la hierba…
La vista, fue perdiéndola poco a poco, no sabe bien por qué. Recuerda coser de noche, casi a oscuras, mientras todos dormían. Y que cuando los médicos la vieron, ya no había nada que hacer. Así que Filo creció, apañándoselas como pudo. Entrenando memoria, tacto y olfato para que fueran sus guías a la vez que desarrollaba cien labores diarias sin achicarse, quejarse ni echarse atrás jamás.
Ahora, aunque hace ya mucho que no lo hace, si cierra los ojos y se concentra puede describir –piedra a piedra, curva a curva- el camino hasta San Juan. Es capaz de recitar, de carrera, cientos de números de teléfono o decenas de recetas, culinarias y también para bebidas caseras y jarabes –contra el frío, los males y los dolores- a base de orujo y hierbas silvestres, granos de café, terrones de azúcar, frutos y ramas de canela. Y aunque también repartió el pan y la leche de la zona durante años, de lo que más presume es de guisar bien, una cualidad en la que destacó desde niña y que llevaba a su mesa a muchísimos vecinos en fechas señaladas, como el San Martin, las fiestas, la sextaferia o el amagüestu.
Durante mucho tiempo, cuidó de toda la familia: abuela, tíos, padre, madre…tantos que se le podría convalidar el título de enfermera. Y nunca se casó ni cortejó en ninguna fiesta porque –afirma-tenía otras preocupaciones y salía poco, aprendiendo a sobrevivir a oscuras en un mundo de labor continua y sin descansos.
Filo es luz: una vela encendida en mitad de una cueva. Un mapa imprescindible para conocer voluntad y entereza. Un manual de fuerza que vive escondido en una casa esquinada, rodeada de aroma a guisos, bizcocho, hierbas y café, en un recoveco de los montes de Ponga.