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Los guajes de antes no comían golosinas.
Cuentan los mayores de Piloña que a ellos, de niños, les daban avellanas torradas y les sabían a delicia.

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Tienen los recuerdos de la infancia la capacidad de sobrevivir envueltos en un halo de magia, de transformar en leyenda lo que era sencillamente necesidad.

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Les ablanes podían llegar a consumirse como chuchería, pero lo cierto es que su papel en la dieta y la economía de las familias era mucho más trascendental.

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Había quien pasaba el día a base de avellana cuando el alimento escaseaba, quien de su venta obtenía los recursos necesarios para, por ejemplo, comprar pan; quien vendía incluso las cáscaras como combustible para las cocinas.

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Bien sea la aproximación como cuento o como cruda realidad, lo que la memoria de la avellana evidencia no es solo lo que fue, sino lo que sigue representando en el imaginario colectivo de la Asturias rural.

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Avellana
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De todas las zonas avellaneras de Asturias, el amor por ese fruto sigue presente como en ninguna en el concejo de Piloña. No se cosecha ya ni por dinero ni para quitar la fame, como antaño, pero la tradición pervive. Y lo hace porque allí la ablana goza de reconocimiento.  

Hay quien mantiene sus plantaciones por respeto a quienes les precedieron: padres, abuelos, bisabuelos que se esmeraron para conseguir árboles que les proveyesen de frutos de calidad. Hay también quien resiste porque existe el Festival de la Avellana, cita que cada primer domingo de octubre reúne en Infiestu a cosecheros de Piloña y, cada vez más, de concejos de toda Asturias. Es la puesta de largo, el día para exhibir el resultado de largos meses de trabajo. Meses que son en realidad años, ya que el avellano necesita de una atención continuada en el tiempo para seguir dando su fruto. 

Árbol del avellano cultivado en una finca de Piloña, con sus características hojas rugosas y dentadas. | Xuan Cueto

El ablanu es un árbol de dos caras. En el monte, salvaje, tira a madera; como cultivo, bajo cuidados, proporciona fruto. «Estoy convencido de que los paisanos cogieron los avellanos del monte y los fueron domesticando». La percepción la comparte Cándido Díaz, quien ha dedicado más de una década a observar, escuchar y recopilar todo lo que rodea al avellano, desde cuestiones técnicas a saber ancestral. A él, cuenta, le gusta «investigar más que producir» y mantiene por ello un vivero que es casi un laboratorio: aplica los conocimientos heredados, aprende de los errores y monitoriza los cambios. Cada árbol forma parte de una serie y de todos guarda su origen, desde el lugar del que proceden a quién se lo entregó.  

Junto a más cosecheros de Piloña, Cándido Díaz formó parte de Gabitu, un grupo de trabajo creado por y para la avellana allá por 2014. La iniciativa ya no sigue en marcha, pero aquella experiencia fue plasmada en un estudio que bien puede considerarse la ‘Biblia’ del ablanu. ‘El avellano: biodiversidad agraria y desarrollo sostenible’ es el título de aquella publicación desarrollada por la asociación El Prial, con sede en Infiestu.   

Cándido Díaz mantiene una plantación de avellanos en la que trabaja como si de un laboratorio se tratase. | Xuan Cueto

Lo cosecheros que participaron en el estudio lo compartieron en él y lo siguen repitiendo quienes hoy resisten cultivando. Es una verdad que pasa de generación en generación, una indicación tan absoluta como vaga: lo esencial del avellano es que requiere de manejo y cuidado.  

Manejo y cuidado que comienzan en su mismo origen. No son lo mismo los ablanos de semilla que los de plantones. Son esas últimas las plantaciones más extendidas por un motivo crucial: tardan menos en dar fruto y se conoce de antemano el tipo de avellana que darán.  

La pauta que Cándido Díaz ha recopilado de los cosecheros veteranos es que el avellano requiere de «tierra suelta, no barrosa ni arenosa, y que tiene que respirar». Suele además plantarse en lindes de fincas y caminos y precisa de una «determinada humedad». Los güelos de quienes hoy ya son güelos precisaban más: el ablanu necesita de «temporadas de niebla de esa que se afinca en la orilla de los ríos».  

El ablanu necesita de «temporadas de niebla de esa que se afinca en la orilla de los ríos», «crece con rapidez y se adapta»  

«El avellano crece con rapidez y se adapta», explica. Los cosecheros que han iniciado de cero plantaciones apuntan a los tres años como el tiempo que pasa hasta que los plantones empiezan a producir.  

Tampoco está exento el avellano de plagas o daños de animales. En su vivero, Cándido Díaz ha experimentado «en estos dos últimos años el ataque del ácaro baduc, que afecta a las yemas de los árboles». Entre las plagas más comunes recopiladas en base al saber de los cosecheros figuran además el balanino de la avellana, el taladro o el oidio. 

En Infiestu, Alfredo ha iniciado un vivero con plantones que obtuvo de Cándido. | Xuan Cueto

La recolección se realiza entre agosto y septiembre, en torno a una fecha clave en el saber popular: el día de San Bartolo, 24 de agosto. Existe incluso en asturiano una palabra que se aplica específicamente al acto de recoger el fruto del avellano. Se le llama ‘mesar’ y la sabiduría ancestral indica que no se debe realizar en ciertas circunstancias. Por ejemplo, cuando los árboles están mojados o cuando hay rosada.  

Más allá de los condicionantes climatológicos, mesar no es tarea sencilla. Requiere de ir bajando las cañas del árbol con cuidado, evitando roces, acción que los cosecheros ejecutan con la ayuda del gabitu, gancho hecho de la misma madera del avellano.  

La recolección se realiza entre agosto y septiembre, en torno a una fecha clave en el saber popular: el día de San Bartolo, 24 de agosto

Aguantada la caña, no sin esfuerzo, los garapiellos (membrana que envuelve la avellana, también conocida como carapiellu, carrapiellu o garrapiellu) se van cogiendo uno a uno. «Uno de los problemas es mantener bajada la rama con una mano y coger con la otra. Se necesitan dos personas. Hay que tener vista a la hora de podar para que queden las ramas accesibles», detalla Cándido Díaz. 

El ingenio también ayuda. Hay quien al gabitu le añade una tabla sobre la que se sienta, para bajar la rama con el impulso de su propio peso. En algunos casos los cosecheros portan la ‘fardela’, una especie de saco que se ata a la cintura para ir depositando los frutos. En ocasiones, aunque no es habitual, se ancla la rama al suelo con una cuerda o se extiende una sábana y se solmena el árbol.  

Román Canal y Chelo Toraño, cosecheros de El Texedal, contribuyeron a recopilar el saber en torno al avellano en el estudio de El Prial. | Xuan Cueto

Finalizado el arduo trabajo de mesar, se separa el fruto del garapiellu, tarea en la que ayuda una criba. La avellana pide a continuación aireo y secado al sol. Para mantenerlas aisladas de la humedad, la experiencia de quienes saben apunta a sacos de hilo.  

«Las avellanas necesitan sol, tienen sabores diferentes verdes y maduras», explica Cándido Díaz. Recuerda además que «tienen su momento de ser consumidas» y que, cuando pasa un año desde la recolección, «empiezan a saber como a madera».  

«Las avellanas necesitan sol, tienen sabores diferentes verdes y maduras. Tienen su momento de ser consumidas»

Difiere también el sabor del fruto del árbol montés y del árbol cultivado. «Mi conclusión es que cuando un árbol tira a madera, el fruto cambia», comparte Díaz. Entre los cosecheros existe la percepción de que la avellana montesa es de menor tamaño, puntiaguda y de casco duro. A los avellanos que dan ese fruto se les conoce como machos, si bien «el árbol macho no existe como tal». El avellano es «monoico y con flores unisexuales».

No obstante, detalla Díaz, el ablanu «trata de no autopolinizarse y lo consigue gracias a la cantidad de avellano montés que existen en Asturias». Presenta además la peculiariadad de que «no necesita de polinización por insectos», por lo que «se salva» de la creciente escasez de esos polinizadores naturales.  

Amento masculino, encargado de la función polinizadora. | Xuan Cueto

La recogida es solo una fase del ciclo, no el final. A continuación llega el momento de la poda de los árboles, una labor crucial. Tiene ese punto algo de arte, pues nunca la teoría puede del todo con la intuición. El objetivo es obtener ramas con aire y sol, que no se rocen. «Cada año es importante cortar los chupones», precisa Díaz. Para cortar se emplea un hacha o una foz, aunque hay quien se ha pasado ya a la motosierra.  

«El avellano es como una familia, tienes que quitar la rama vieja para que empiece a crecer la joven. Como el paisano que tiene que marchar para que los nietos empiecen a vivir». Ahonda más Cándido Díaz en su símil de la «gran familia», en la que «están presentes todos sus miembros»: «Los abuelos, las ramas más viejas con muchas avellanas pero pequeñas; los padres, las ramas adultas en plena producción y con los frutos de mayor tamaño; y los hijos, las ramas más jóvenes que crecen a la sombra del resto y que se preparan para sustituir a las más viejas», comparte.  

Cada cosechero, un signo

El avellano es uno de los cultivos de frutos secos más extendidos a nivel nacional. El más común es la almendra, que supone el «73% de la producción total de frutos secos y cerca del 90% de la superficie dedicada del total de cáscara», según los datos el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. La avellana se encuentra en el quinto puesto del ranking a nivel de producción, por detrás de la propia almendra, la castaña, el pistacho y la nuez.  

Tarragona es la provincia que lidera la producción de avellana, cuyo destino principal es la industria de transformación. En Asturias, con un modelo de plantación disperso y por tanto menos rentable, la comercialización fue decayendo con el paso de los años. En el descenso influyó también la despoblación de la zona rural, donde antaño existieron empresas pujantes.

El estudio sobre la avellana de El Prial narra por ejemplo la experiencia de Almacenes Cardín, en Piloña, donde llegaron a contar con una enorme máquina de madera para cascar. «Las cáscaras se vendían como combustible y el producto salía normalmente para Reus, aunque que a veces se embarcaba para Inglaterra», recoge la publicación.  

Cascador de avellanas artesano, obra del también cosechero Valentín Santos. | Xuan Cueto

Hoy, quienes quieren emplear ablanas en sus productos, por ejemplo en pastelería, coinciden en que se ven obligados a comprar fuera, bien a Tarragona o países como Italia o Turquía.  

La avellana y sus usos

Más allá del consumo alimentario de su fruto en crudo, como harina o como ingrediente en dulces, el avellano es un árbol de amplio aprovechamiento.

Por su dureza, la madera se emplea para herramientas del campo, como los mangos de los angazos. También como varas o guiadas para el ganado. Es además flexible, por lo que las ramas tratadas se usan en cestería. En construcción, con varas de avellano se entretejía el xardu, que servía tanto en tenadas para ventilar como en tabiques, recubierto de barro. A todo ello se suma su uso como combustible. Ya fuese su leña o las propias cáscaras, gracias al ablanu se calentaron durante años los hogares asturianos.  

Su aplicación llega incluso a la cosmética. Por ejemplo, el piloñés Nacho Sariego lleva desde el año 2000 transformado la avellana en aceites. Ya los romanos “la usaban para cremas”, explica Cándido Díaz. Sus usos deparan otras curiosidades históricas que se alejan de los terrenal: los romanos elaboraban antorchas con avellano para los actos nupciales, los celtas le atribuían propiedades mágicas y en la Edad Media se creía en su poder para convocar a los muertos.  

Que el avellano pierde cosecheros año a año es un hecho. El envejecimiento y la despoblación hacen mella en los cultivos, pero no todo el futuro que se abre es negro. En el Festival de la Avellana de este 2024 la cifra de participantes bajó hasta los 46. No hace tanto, antes de la pandemia, la cita llegaba a reunir a más de noventa.  

En Infiestu se notó este año la ausencia de cosecheros veteranos, como Román Canal y Chelo Toraño, de la localidad piloñesa de El Texedal, integrantes de aquel grupo de Gabitu y figuras esenciales por sus amplios conocimientos. Pero también fue palpable la incorporación de otros nuevos, como Juan Bulnes, del pueblo cangués de Coviella. Tres años después de iniciar su propia plantación, esta fue la primera cosecha que recogió y con ella se presentó por primera vez al festival, junto a su familia. 

Yemas brotando en un ablanu. | Xuan Cueto

«¿Por qué defender este árbol?» es la reflexión que lanza Cándido Díaz. La respuesta la aportaron ya hace una década en el grupo Gabitu, sin que desde entonces haya perdido validez: «contribuye a que nuestra naturaleza y paisaje sean diversos y sostenibles», «es alimento de proximidad», «es un fruto seco excepcional y único», «ha sido un complemento económico para los pueblos» y, su madera, un «elemento indispensable en nuestra cultura». Por todo ello, concluían, «su presencia y abundancia invita a aprovecharlo y a emprender iniciativas que permitan recuperarlo, mejorarlo y que siga siendo una fuente de vida y trabajo». 

El avellano, en Asturias, sigue necesitando quien lo cuide.  

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