La pongueta, nacida en 1926, trabajó muchísimo durante toda su vida, siempre sonriente y orgullosa de ganarse el pan honradamente en el campo y su bar-tienda
Tiempo de lectura: 4 minutosBernardina Cuadriello Díaz. | Xuan Cueto
Parece salida de una acuarela. Un dibujo cuidadoso, romántico y realista, de una entrañable abuela: con su mandil superpuesto a un gastado jersey grueso; sentada ante un potaje que se cocina a fuego lento. Pequeña, suave, redondeada y sonriente… dulce, cariñosa. Sabia y hospitalaria.
Nació en Viegu de arriba, a mediados de un mes de octubre de 1926. Pero vive, desde que tenía un año, en el barrio de abajo: al que –cuenta- llegó sin saber andar, en brazos de su abuelo, para no marcharse nunca jamás.
Su nombre, Bernarda, significa “fuerza, valentía, audacia”: características que ella tuvo que mamar desde que nació para aprender a valerse en un pueblo de montaña perdido en medio de largos bosques, al final de un desfiladero, colgado de laderas a casi 800 metros de altitud.
Fue la penúltima de 8 hermanos en una casa (en un lugar) donde vivir de la tierra era la única opción posible, así que no recuerda ninguna estación (ningún año de su infancia, juventud y casi de su vida entera) que no trabajase: unas veces el maíz, otras las patatas, otras con vacas, cabras, andando a hierba, a lavar en la fuente, a coser o a recoger castañas y avellanas… Siempre había algo que hacer, algo que cuidar, que acopiar, amasar o plantar… Pero ella lo hacía contenta, orgullosa de colaborar en el bienestar familiar; muy consciente de que una familia de diez necesita todos los brazos y esfuerzos. Sabedora de que aquellas labores eran un aprendizaje, un curso intensivo, para luego dibujar su vida propia y futuro.
Con 14 años acabó la escuela para dedicarse plenamente a la tierra y a los cuidados familiares, labores en las que se especializó, hábilmente e incansable, durante catorce primaveras más. Luego, se casó: con Mariano, que era un hombre guapísimo, algo más joven que ella, al que conocía de siempre. Juntos, siguieron aprovechando todo lo que daba la tierra, ganándose la vida, al día, a base de herramientas como fesoria, guadaña, voluntad y amor. Y además, tuvieron tiempo de tener 7 hijos y criarlos bien, sin pensar nunca en partir del alto y verde territorio en que nacieron.
En julio de 1972 se decidieron a arreglar la vieja casa del maestro, aledaña a la iglesia, y a montar en su parte baja un pequeño bar-tienda, con una pequeña posada, que proveyera de ambiente, buena comida y viandas básicas a la zona. Lo llamaron ‘Casa Mariano’. Fue su hogar, base logística de toda su familia, durante más de 20 años en los que Bernarda concilió labores de guisandera, de madre, de chigrera y de tendera con las inherentes a la tierra, la casa y los animales que ya llevaba desarrollando desde que naciera.
Ahora, viuda y jubilada hace ya muchísimo, dedica los días a dejarse querer por sus hijos. A inhalar tranquilidad. A leer revistas, tomar el sol en las sobremesas, presumir de nietos, pasear despacio… Y, si tiene que hacer balance, asegura contundente que fue (y es) muy feliz. Que trabajó muchísimo (enfatizando la “i”), pero siempre sonriente y orgullosa de ganarse el pan honradamente. Y que si volviera a nacer quisiera que fuera en Viegu, lugar que adora y forma parte de su ADN y genética. Una pequeña aldea entre montes que parece pintada a acuarela… igual que ella.