Flora echa las manos a la cabeza cuando piensa que está por cumplir 100 años, en los que ha tenido tiempo a curtirse palote y fesoria en mano; a manejar, como nadie, semillas, hortalizas y verduras
Tiempo de lectura: 4 minutosFlorentina Priede Alonso. | Xuan Cueto
A primera vista, Flora parece hecha de papel fino, casi transparente. Un papiro que se empezó a escribir hace un siglo y cualquier aire podría llevar. Pero hace falta tan solo un minuto con ella para darse cuenta que, más bien, de lo que Flora está hecha es de hilos de acero y hierro.
Nació un lejano 30 de septiembre de 1924, en un pequeño pueblo en la ladera sobre el valle del Vallemoru: Ambingue.
A la escuela iba poco: eran 8 hermanos en casa y había muchas obligaciones. Las de ella eran los cabritos, ayudar en el maíz, sallar, andar a leña o acarrear agua, así que –cuenta- aprendió, sin remedio, a usar la guadaña mejor que el lápiz.
Luego, estalló la guerra. Y, de repente, el miedo, la pérdida y la tristeza se convirtieron en vecinos, monstruos desagradables de presencia constante que hacían llorar –día y noche- a las mujeres en los prados, las casas y los caminos. Y Flora, que aún era una niña, supo de cómo la miseria puede crecer repentina. Y aprendió que, si cuidas y trabajas la tierra, tendrás lo básico para alimentarte. Que si buscas en las veredas y los montes las flores y los frutos, obtienes un botiquín contra dolores e inviernos largos.
Fue de aquella que Flora aprendió a administrar. A guardar, como hormiga. A comer, más bien, poco. Y a faenar la tierra con maestría, labrando también un carácter que fue su mástil ya por siempre.
Hay varios recuerdos que la hacen sonreír especialmente: el lavadero de Ambingue, al que iba todos los días con una palancana llena de ropa, la pastilla de jabón y un tayuelu que necesitaba para alcanzar la pila. O el día de San Silvestre, cuando conoció a Gumersindo, el amor de su vida. O la fuente, hasta donde la dejaba acompañarla cuando volvía hacia casa.
Se casó muy joven, tras dos años de noviazgo y, enseguida, se mudaron a trabajar de caseros a Sellañu, a una casona de indianos muy grande en la que vivía una mujer sola. El trato era vivir en la casa de al lado y dedicarse a cuidar las tierras, la siembra, los animales, la huerta, la casona, las fincas…
Desde entonces, Flora fue “casera” muchos, muchísimos años. Tantos, que le dio tiempo a tener y criar a dos hijos. A curtirse, decenas y decenas de primaveras y veranos, palote y fesoria en mano. A manejar, como nadie, semillas, hortalizas y verduras. Tantos, que en el camino quedó viuda, y sola en la casa porque los hijos partieron. Tantos que, día a día y esfuerzo a esfuerzo, acabó por hacer suya aquella casina aledaña a la Indiana y algunos terrenos que la rodeaban.
Hoy, sigue trabajando la huerta. Dice que es su vicio y nadie se lo quita. Presume orgullosa, rodeada de nietos y bisnietos. Echa las manos a la cabeza cuando piensa que está por cumplir 100… Y, aunque está un poco sorda y parezca de papel, los hilos de hierro que la conforman la mantienen vital, fuerte, alegre, feliz y acogedora.