Nació en Tribiertu, en 1937, y desde niña empezó a trabajar. Emigró a Suiza y quedó viuda muy joven. Hoy, sus mejores recuerdos son de su historia de amor y añora la vida de antes, cuando se aprovechaba todo lo que daba la tierra
Tiempo de lectura: 4 minutosGloria María Arobes Rodríguez. | Xuan Cueto
Hay mujeres que son como montañas y Gloria es una de ellas: discreta, no muy alta, pero compuesta de sedimentos que fueron endureciéndose, tomando forma, a base de fuerza de voluntad y arrojo. Erosionada por lluvias torrenciales desgraciadas y días de sol radiantes generadores de alegrías. Brillante, con pequeñas piedras preciosas que destacan insertadas en sus capas, haciéndola relucir en silencio…
Nació en Tribiertu, en 1937, en una casa en la que el padre (Francisco) estaba en el frente luchando y la madre, María, luchaba por sacar adelante a los suyos a base de trabajo y una energía que parecía conjurada.
Como era la mayor de los hermanos, desde muy pequeña Gloria renunció a los juegos y a la fantasía, aprendiendo a cuidar el hogar y a quienes lo conformaban con amor, esmero, respeto al entorno y esfuerzos redoblados.
De aquella época, guarda recuerdos claros: el sabor de las castañas para desayunar, tostadas en la chapa durante la noche. El camino que hacía en madreñas para bajar a Sellañu : a la escuela, a por el pan o al molino. Y la preocupación constante que tenía por las cabras, a las que cuidaba y soltaba en la peña antes de ir al colegio y controlaba desde el recreo, mientras los demás jugaban. Ellas marcaban el camino de la tarde, cuando iba a recogerlas y atenderlas encaramada por rocas y prados altos en los que aprovechaba para recoger té, orégano, manzanilla o tila, medicinas naturales imprescindibles en su humilde casa.
Cuenta que los colchones se rellenaban con hoja de maíz seca, que se bañaban en un barreñu, que vivían al día (de la tierra y de los animales) y que ella, a pesar de las miserias, era feliz porque no conocía otra cosa.
Se casó con 22 años, en Triviertu, con un vecino de siempre llamado Joaquin Martínez, al que amaba desde cría. Juntos, emigraron a Suiza, sólo unos meses después del casamiento, a buscarse una vida que en Ponga era muy dura. Allí aprendió italiano, trabajando en una fábrica de camisas que tuvo que abandonar al quedar embarazada, cuando regresó a casa. Él se quedó, trabajando en una granja, y ella asumió –en solitario, como su madre- el trabajo de la casa, los animales y la labranza.
Ni un solo día de su vida dejó de trabajar: en la hierba, en la huerta… en su tierra. Día a día, como le habían enseñado. Y aunque él regresó, tuvieron cuatro hijos, disfrutaron de su amor y compartieron faena, se quedó viuda muy joven y tuvo que luchar –de nuevo- otra vez sola, buscando un porvenir para los que había parido.
Dice que añora la vida de antes: cuando la familia era extensa, se aprovechaba todo lo que daba la tierra y la vecindad era sagrada. Que sus mejores recuerdos son de su historia de amor. Que su mayor orgullo son sus hijos, que la cuidan diariamente y trabajan, unidos, la misma tierra que los acunó. Dice que ella no es nadie importante, pero porque Gloria no concibe que una montaña, un altozano discreto como ella, pueda contener cien mil tesoros en su corazón.