Leoncia Yano Testón: el orgullo del esfuerzo

Nacida en 1932 en Sobrefoz, añora los tiempos pasados, cuando se aprovechaba la tierra y no se desperdiciaba nada. Cuando se cuidaban los montes y en los pueblos había vida.

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Leoncia Yano Testón. | Xuan Cueto

Vino al mundo en 1932, amparada por el techo de una casa en la que –todavía hoy- vive; la misma que siempre habitaron sus padres,  Manuel y Delfina. La misma en la que sus 3 hijos crecieron: un hogar humilde, de una sola planta, enclavado en una esquina de Sobrefoz, colgado de la ladera baja del monte. 

Leoncia desprende humildad, amor y alegría: características que le brotan y la adornan, como pequeñas y hermosas flores con raíces muy profundas. Y no son unas flores cualquiera: lleva 90 años regándolas con un sustrato aliñado de fuerza, valor y trabajo. Y por eso, brillan con una luz propia que debiera conservarse (para siempre), igual que su sonrisa y sus historias. 

Recalca que «si volviera a nacer, mil veces repetiría la misma vida«

Lo primero que recalca es que “si volviera a nacer, mil veces repetiría la misma vida”: está orgullosa de su trayectoria y de sus esfuerzos. Orgullosa de los suyos, de los aprendizajes vitales, de sus vecinos y de ese pequeño pueblo montaraz llamado Sobrefoz en el que desarrolló su vida entera. 

Dice que añora los tiempos pasados, cuando se aprovechaba la tierra y no se desperdiciaba nada. Cuando se cuidaban los montes y en los pueblos había vida. Cuando se cantaba (bien o mal) en las camperas y en los caminos, acompañando la faena con estrofas que ella guarda intactas en la memoria. Aun hoy, suele cantarle muchas a sus bisnietas y asegura, convencida, que el cantar ahuyenta la amargura. 

La escuela le sabía a encierro y a monsergas cuando afuera había cosas mucho más importantes que aprender

A la escuela iba, aunque no siempre,  porque había que ayudar en casa. Pero no le importaba: ella prefería andar a leña, cuidar ovejas, hacer fideos con su madre para luego venderlos por los pueblos, mecer u orillar los prados quitando las malas hierbas. La escuela le sabía a encierro y a monsergas cuando afuera había cosas mucho más importantes que aprender.  

Con 13 años, se convirtió en mujer, dejando la escuela y ampliando su lista de labores diarias, que siempre fueron muchas y muy pesadas. Aunque ella se enorgullece de que nunca cansaba. 

 Luego, se casó: con 18 años recién cumplidos y con un chaval del pueblo, Benito, con el que estuvo poco de novia, porque le conocía de siempre.

Concilió la crianza y las muchas tareas domésticas que tenía encomendadas con la de “auxiliar de ganadería y agricultura”

Cuenta, muy seria, que en su época estaba mal visto que los hombres fueran a por agua o ayudaran con la casa. Así que Leoncia concilió la crianza y las muchas tareas domésticas que tenía encomendadas con la de “auxiliar de ganadería y agricultura”, un cargo que implicaba alimentar animales, mecer, ir a la hierba, limpiar helechos, andar a castañas, manzanas o ablanas, hacer quesos, cuidar la huerta…  

Oírla recitar la lista de trabajos que llevaba a cabo, así como todas las penurias y alegrías sufridas a lo largo y ancho de sus días, es como oír a una maquinaria antigua, muy valiosa, vibrar. Una lección de autosuficiencia. De sostenibilidad, apego a la tierra y a los que la cuidan. De buen carácter. De esfuerzo, respeto y aprovechamiento. De amor, humildad  y valentía. 

EN COLABORACIÓN CON

Este reportaje forma parte de la exposición ‘Mujeres rurales. Ponguetas con rostro y vida’ desarrollada por la Asociación El Prial con el apoyo de la Consejería de Derechos Sociales y Bienestar del Principado de Asturias y del Ayuntamiento de Ponga.

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