Nacida en 1932 en Sobrefoz, añora los tiempos pasados, cuando se aprovechaba la tierra y no se desperdiciaba nada. Cuando se cuidaban los montes y en los pueblos había vida.
Tiempo de lectura: 4 minutosLeoncia Yano Testón. | Xuan Cueto
Vino al mundo en 1932, amparada por el techo de una casa en la que –todavía hoy- vive; la misma que siempre habitaron sus padres, Manuel y Delfina. La misma en la que sus 3 hijos crecieron: un hogar humilde, de una sola planta, enclavado en una esquina de Sobrefoz, colgado de la ladera baja del monte.
Leoncia desprende humildad, amor y alegría: características que le brotan y la adornan, como pequeñas y hermosas flores con raíces muy profundas. Y no son unas flores cualquiera: lleva 90 años regándolas con un sustrato aliñado de fuerza, valor y trabajo. Y por eso, brillan con una luz propia que debiera conservarse (para siempre), igual que su sonrisa y sus historias.
Lo primero que recalca es que “si volviera a nacer, mil veces repetiría la misma vida”: está orgullosa de su trayectoria y de sus esfuerzos. Orgullosa de los suyos, de los aprendizajes vitales, de sus vecinos y de ese pequeño pueblo montaraz llamado Sobrefoz en el que desarrolló su vida entera.
Dice que añora los tiempos pasados, cuando se aprovechaba la tierra y no se desperdiciaba nada. Cuando se cuidaban los montes y en los pueblos había vida. Cuando se cantaba (bien o mal) en las camperas y en los caminos, acompañando la faena con estrofas que ella guarda intactas en la memoria. Aun hoy, suele cantarle muchas a sus bisnietas y asegura, convencida, que el cantar ahuyenta la amargura.
A la escuela iba, aunque no siempre, porque había que ayudar en casa. Pero no le importaba: ella prefería andar a leña, cuidar ovejas, hacer fideos con su madre para luego venderlos por los pueblos, mecer u orillar los prados quitando las malas hierbas. La escuela le sabía a encierro y a monsergas cuando afuera había cosas mucho más importantes que aprender.
Con 13 años, se convirtió en mujer, dejando la escuela y ampliando su lista de labores diarias, que siempre fueron muchas y muy pesadas. Aunque ella se enorgullece de que nunca cansaba.
Luego, se casó: con 18 años recién cumplidos y con un chaval del pueblo, Benito, con el que estuvo poco de novia, porque le conocía de siempre.
Cuenta, muy seria, que en su época estaba mal visto que los hombres fueran a por agua o ayudaran con la casa. Así que Leoncia concilió la crianza y las muchas tareas domésticas que tenía encomendadas con la de “auxiliar de ganadería y agricultura”, un cargo que implicaba alimentar animales, mecer, ir a la hierba, limpiar helechos, andar a castañas, manzanas o ablanas, hacer quesos, cuidar la huerta…
Oírla recitar la lista de trabajos que llevaba a cabo, así como todas las penurias y alegrías sufridas a lo largo y ancho de sus días, es como oír a una maquinaria antigua, muy valiosa, vibrar. Una lección de autosuficiencia. De sostenibilidad, apego a la tierra y a los que la cuidan. De buen carácter. De esfuerzo, respeto y aprovechamiento. De amor, humildad y valentía.