Nacida en Cazu, se formó como peluquera y trabajó como ganadera, panadera e incluso telefonista
Tiempo de lectura: 4 minutosMaría Lucina Alonso Alonso. | Xuan Cueto
De frente, es una mujer sonriente e inquieta. Huele a bizcocho y, a su alrededor, bailan varios gatos. De más cerca, Lucina es un poliedro: un cajón fuerte, como de madera de roble, que guarda en su haber decenas de saberes y oficios.
Nació en Cazu, la primera semana de octubre de 1943, en la misma casa en la que hoy vive. Fue la más pequeña de cuatro hermanas y la consentida de su abuelo, que la cuidó en sus primeros años y al que ella siempre lleva consigo, muy dentro.
Cuenta que a la escuela iba en dos zancadas pero que, antes de ir, tenía que ocuparse de las ovejas, a las que llevaba a pacer dos kilómetros abajo, a una pradería de Sellañu. Y que luego, en el recreo, subía a un pequeño terreno que tenían sembrado, a adelantar faena con el maíz, las remolachas y les fabes.
Con 16 años acabó la escuela y empezó a estudiar costura. Y luego, con 18, tuvo el arrojo de irse a Gijón para aprender peluquería, un oficio que le sirvió siempre para cuidar su coquetería, arreglar a los de casa, a las vecinas… y que todavía hoy ejerce de vez en cuando.
Con 20, Lucina volvió a Cazu: a trabajar la tierra junto a sus padres. A cuidar la casa y a los de casa. A enamorarse y casarse, con Manuel Llera, al que conocía desde la escuela y ya tenía echado el ojo. A ser madre, por tres veces. A intentar medrar sin dejar atrás su territorio y sus raíces.
Entonces se convirtió en ganadera y, por extensión, aprendió a hacer quesos, cuajada, yogures, manteca… y aprendió que si las vacas pacían en la collada Moandi, la leche sabía mejor. Y perfeccionó los oficios que mamó desde niña, cultivando las tierras con todo lo necesario para preparar comida y hacer despensa. Y en su casa había gallinas, ovejas, vacas y gochos… patatas, huevos, mermelada, verduras, castañas, avellanas, puerros, berzes, leche…
Pero Lucina no se quedaba ahí: seguía formándose, en todos los cursos cercanos que encontraba. Convirtió en reto personal hacer un postre todos los días. Y hasta se sacó el carnet de conducir y se convirtió en la telefonista del pueblo, alojando el único teléfono público del lugar.
Así, hasta que “pasada ya una vida”, surgió la oportunidad de coger el traspaso de la panadería de Santillán y Lucina (junto a Manolo) se convirtió en panadera, abrazando esa tarea como si las que ya tenía fueran pocas.
Allí pasó 25 años, hasta que se jubiló. Haciendo pan y empanadas, repartiendo, atendiendo, prendiendo el fuego, buscando leña…combinando esa labor con seguir sembrando y meciendo en Cazu. Otra vida entera, vinculada a la harina y al fuego, que le grabó en la piel un olor a bizcochos -tan dulce como ella- que la precede.
Presume de hijos. Y de no haber comprado ni pedido jamás una astilla de leña. Presume de arremango, y con razón: Lucina es un poliedro de oficios sonriente. Un manojo de nervios ella entera. Una mujer curtida, con curiosidad y fuerza, a la que nadie nunca regaló nada.