Frágil en apariencia, pero fuerte, recia y valerosa, la pongueta Nélida Pérez Alonso no dejó de trabajar ni un solo día de su vida para labrar un camino en mitad de la adversidad
Tiempo de lectura: 4 minutosNélida Pérez Alonso. | Xuan Cueto
Apoyada en el quicio de la puerta, rodeada de plantas y tomateras, en medio de un bosque tupido y un rumor fresco de arroyo, Neli parece una mariposa: frágil en apariencia, pero fuerte, recia y valerosa.
Sus alas, serían son sus manos: finas y largas. Dos extremidades que siempre le sirvieron para “volar” y moverse por su hábitat, ayudándola a labrar un camino que – en sus inicios y también luego- no resultó fácil de andar.
Nació en Priesca, tres meses antes de que estallara la guerra, en plena eclosión de la primavera de 1936, un 19 de abril. Y aunque ella no lo recuerda y sólo lo sabe porque se lo contaron, sus primeros años de vida estuvieron rodeados de miedo, de tristeza, angustias y necesidad. De ruido de bombardeos, humedad de cuevas, madres llorando e incertidumbre. Y eso, marca.
Luego, con 6 años, perdió a su madre, Verónica. Y quedó, ella que era la pequeña de tres hermanos varones, sola ante el cuidado de una casa que rezumaba tristeza. Aun hoy, cerrando los ojos, puede sentir el tacto rugoso del tabique de madera que separaba su casa de la de su vecina, Pacita, que tanto la cuidó y acabó convirtiéndose en una segunda madre para ella.
Dice que nunca tuvo ilusiones: más allá de que la cosecha fuese buena o no lloviera para ir a castañas. Más allá de tener salud o leña suficiente para prender el fuego que iluminaba la estancia de noche, mientras ella amasaba los tortos de la cena familiar.
Así que, como tantas mujeres de entonces, Neli no barajó más opción que trabajar. Y siendo bien niña, mucho antes de terminar la escuela, ya se ocupaba de sallar, de ordeñar el ganado, de llevar el agua a casa, de ir al molino, de lavar en el río, de guisar, de limpiar, de recoger la cosecha, de ayudar en la matanza… Y, además, aprendió el oficio de hilandera, ocupándose de trabajar la lana para luego afanarla en la rueca y tejer jerséis, calcetines, colchas y demás prendas.
Se casó a los 25 años, con Lito Huerta, un buen hombre con el que tuvo tres hijos. Y enseguida se trasladaron a vivir a Sellañu, al Pilanegru, a la casa que aun hoy ella habita: un reducto de ladrillo en medio de prados y laderas, envuelto en bosque y ruidos de agua.
Puede decirse que Neli no dejó de trabajar ni un solo día de su vida. Aún hoy, casi rozando las 9 décadas, ocupa el tiempo cuidando una preciosa huerta en la que crecen berzas, vainillas, tomates, patatas, cebollas, fabes… una despensa que atiende cada día con banda sonora de cacareo de gallinas, trinar de pájaros y maullidos de gatos.
Quizás, si fuera una mariposa, Neli sería muy verde: como la tierra que la rodea. Verde clorofila, como alimento: porque las mujeres valientes, como ella, son nutrientes para el presente y el futuro, igual que lo fueron para el pasado que habitaron y labraron.