Nacida en Viegu en 1937, trabajó en Madrid y terminó asentándose en Santander, donde sacó adelante a sus nueve hijos con buenas dosis de amor y una devoción infinita
Tiempo de lectura: 4 minutosCarmen Cuadriello Rivero. | Xuan Cueto
En otra vida, Carmen debió de ser una yegua: alta, fibrosa, esbelta y fuerte. Una yegua libre, habitante de las montañas, de bravo carácter. La líder de su manada. Es algo que se le ve, que le brota de la piel y su forma de moverse. Un aire de vigor, dureza, brío… una energía intensa que refleja, con un solo golpe de vista, su aura de matriarca.
En esta vida, la casa de Carmen está colgada de una ladera, con la puerta atada a un largo balcón que mira de frente a la verticalidad rocosa e impresionante de Peña Salón, en la zona baja de Viegu. Aunque no nació aquí, sino algo más arriba, en el barrio alto, un 18 de septiembre de 1937.
Dice que los de su infancia fueron años duros pero, aun así, le vienen con buenos recuerdos. Que a la escuela iba, aunque no le gustaba. Y que, fuera de aquella rutina escolar, lo normal de cada día era ayudar en casa: yendo a buscar leña y agua, cuidando animales y cosechas… o lavando, en agua helada y de rodillas en la fuente, aquella colada que su madre, Rosa, había mezclado ayer con ceniza, añadiendo agua hirviendo a la mezcla y removiendo durante todo el día. Ella la aclaraba y, luego, se dejaba tendida en la hierba, para que la helada nocturna terminase de limpiarla.
Al poco de dejar la escuela, Carmen partió lejos: a servir a una casa de gente adinerada que se movía entre Piloña y Madrid, dos lugares en los que ella –por fuerza- vivió varios años, dedicándose a servir y preparar comidas, hacer camas, limpiar y lavar para toda una familia cuando ella aún era una niña. Aunque la trataban bien.
Cuenta que sólo volvió a casa dos veces: la primera, cuando nació su hermana. Para ayudar a su madre y colaborar en las tareas estivales de la hierba y la cosecha. La segunda, para casarse. Con Ángel Gutiérrez, un albañil que vivía en San Juan y le robó el corazón con su acento cantarín, su forma de mirar y su cariño inmenso.
Al poco tiempo, Carmen volvió a partir, para acompañar a su marido en busca de un trabajo que en Ponga no abundaba: a Santander, donde enseguida se instalaron y comenzaron a construir una sólida vida, de profundas raíces, que no ha dejado de crecer desde entonces.
En total, Carmen tuvo 9 hijos y, asegura, ni un solo hueco para descansos o aburrimiento. Como Ángel trabajaba fuera (y mucho), ella asumió las labores internas del hogar: crianza, administración, cocina, limpieza, cuidados, educación, enfermería… especializándose en paciencia y aprovechamiento. Sin más ayudas que sus dos brazos para envolver a nueve vástagos a los que crió “como pudo”, con buenas dosis de amor y devoción infinita, y que hoy son su mayor orgullo y tesoro.
Dice Carmen que, aunque fue duro, criar a sus hijos y llevar su casa fue una labor agradecida: como quien cuida de un huerto que hoy está lleno de flores. Ella volvió de Santander hace mucho, a mirar Peña Salón desde el balcón cada día. A vivir tranquila en Viegu. Pero las flores vienen a menudo, rodeadas de más flores, porque -pase el tiempo que pase- ella siempre será matriarca, yegua fuerte, sabia y líder, de su manada querida.