Antaño (hace no tanto) eran centros de abastecimiento imprescindibles y representaban el día sacro para socializar con los vecinos. Sin embargo, a día de hoy tienden a mermar en público, no traen consigo relevos generacionales y están heridos por los nuevos tiempos. Vamos de mercáu
Tiempo de lectura: 14 minutosParte 1: el contexto y las cuestiones
Hace no mucho tiempo, en algún recodo rural asturiano, un molinero nonagenario (el último del lugar) contaba su historia de vida. Entre otras muchas anécdotas, decía que se había enamorado un sábado, en los años 40 del pasado siglo. Ella iba en burra, camino de vender leche en la villa principal del concejo, y paró a asegurar la carga. Él acababa de mudarse, de no muy lejos, a regentar el viejo y próspero molino de aquella zona. Era un “día de mercáu”.
Aquel molinero remataba esta historia añadiendo que para él “los días de mercáu” eran cosa sagrada: ese día se bajaba al pueblu con la camisa bien planchada, se desarrollaban los trueques, se rellenaba la despensa, se iba a cortar el pelo, se hacían las visitas y se tomaban algunos vinos, poniéndose al día de las noticias semanales de la zona. El “mercáu” no era sólo un recurso, un medio de vida o el supermercado de entonces, era también el centro social y el día para escapar, un rato, del abundante trabajo.
Sin embargo, a pesar de ser imprescindibles y sagrados para los habitantes rurales, lo cierto es que aquellos mercados de antaño están desapareciendo y que son ya muy pocos los que resisten, compuestos por un grupúsculo de vendedores nómadas que recorren los concejos para, a pie de calle, proveer a sus vecinos de casi todo lo que se puede necesitar en una casa.
Aunque ya no es lo que era: el relevo generacional es prácticamente inexistente y, para colmo, los pueblos pequeños (cuyos habitantes eran la clientela principal) están quedando vacíos. Y así, como muchas de las cosas buenas de las que fraguan los pueblos, los mercaos van perdiéndose. Y aunque intentan ponerse al día y coger el compás de los nuevos tiempos, compiten contra feroces gigantes como las grandes superficies y las compras online, que van armados de precios, ofertas y facilidades imbatibles.
Por ello, puede decirse que los que aún sobreviven haciendo y trabajando los mercaos asturianos a la vieja usanza (los que se hacen cada semana, el mismo día, a pie de calle y en cualquier estación) son, de alguna forma, parte de una resistencia. La misma que sigue tejiendo cestos, cosechando faba, conservando hórreos y molinos o propagando las bondades de madreñas y panderos. Pero es una resistencia mermada, tocada casi de muerte por nuevos tiempos y necesidades; una resistencia que sobrevive a duras penas aferrada a las tradiciones de una Asturias que es mucho más que sidra, turismo, gastronomía y paisaje.
Las preguntas que rondan son unas cuantas.
Para empezar, la siguiente: si los mercados semanales son inherentes a lo social de los pueblos, ¿no deberían promocionarse como una forma de conservar esa ruralidad, esa vuelta al pueblo de la que tanto se habla? Pero claro, ¿cómo devolverles la vida? ¿Cómo restaurarlos para que vuelvan a ser imprescindibles y sacros? ¿Quién tiene la responsabilidad de que sean populares? ¿Cómo hacer para que sean un medio de vida, digno y deseable, para las generaciones futuras que habiten los pueblos?
¿Acaso no tiene que ver el mercáu con la cultura rural? ¿No deberían cuidarse los mercados semanales como una joya más de esa corona que es la cultura asturiana?
Para tratar de hallar (algunas) respuestas, nada mejor que ir de mercáu.
Parte 2: el mercáu
Hay muchos: uno al día, en distintas capitales de concejos a lo largo de Asturias.
En todos ellos se repiten condiciones e idiosincrasia parecidas: comercio a pie de calle, con productos de primera necesidad provenientes –en su mayoría- de la zona rural asturiana: verduras, hortalizas y fruta de temporada predominan junto a quesos, embutidos, conservas, repostería, artesanía… también hay variedades: pilas enormes de calzado, ropas de todo tipo e incluso puestos con menaje, ejemplares de libros gastados o antigüedades de distintos usos y portes.
Eso sí, la diversidad y extensión del mercado no es la misma en todas partes: hay sitios en los que gozan de amplio éxito (actualmente, en sitios como La Felguera se concentran hasta 200 puestos distintos cada sábado) y otros (como por ejemplo el que se celebra en Parres, también los sábados) han ido perdiendo fuelle y sólo lucen media docena de puestos testimoniales, con poco público en las calles.
De todas formas, y a pesar de la mayor o menor afluencia de gente, todos los mercados son bastante similares y, por ello, el nuestro de hoy no está ubicado en ninguna parte. En realidad, podría ser cualquier sitio, en una villa cualquiera de la zona oriental asturiana, un mercáu de esos que se dan en día entre semana.
El reloj de la iglesia toca ahora once campanadas, pero los que atienden el mercáu llevan muchas horas trabajando fuera.
Han ido llegando, desde bien temprano, montados en apretadas furgonetas de distinto porte y han puesto en marcha un ruidoso y efectivo engranaje que –en muy poco tiempo- ha moldeado la calle entera, convirtiéndola en un colorido zoco lleno de ofertas de compra del que no habrá rastro a primera hora de la tarde.
De entre todos los que trabajan, buscamos una representación: media docena de personas que tengan a bien charlar sobre su oficio y reflexionar acerca de la deriva de los mercados. Cada uno, de un “sector” diferente y de un concejo distinto. Todos ellos asturianos, autónomos, con un callo importante en esto de hacer venta ambulante: Víctor, Juan, Damián, Luis y Felipe. Un grupo que, juntos, suma más de 100 años de experiencia en los lances del mercáu.
Víctor está concentrado poniendo orden: coloca de forma metódica botes de sus apreciadas conservas sobre una mesa mientras explica que -para él- el mercáu es una forma de vida.
Lleva 26 años trabajando a pie de calle y a pesar de reconocer que hubo tiempos mejores, hace un balance positivo de su trayectoria: tiene clientes fijos que valoran su producto en todos los sitios que visita y, durante el verano, los turistas (habituales paseantes de mercado) compensan esos días de puro invierno, lloviendo a chuzos o con vientos fríos, en los que las ganancias merman.
Aun así afirma que su oficio y los mercados en los que se asienta (4 a lo largo de la semana) son algo en peligro de extinción: no hay gente joven que coja relevo, pero normal; ahora se compra por internet o en centros comerciales enormes. Y claro, son muy muy pocos los jóvenes que vean en los mercados una profesión con futuro.
Unos metros más allá, con la mesa repleta de frutas y verduras de temporada, Felipe termina de distribuir su carga de plantas de albahaca y tarros de miel mientras cuenta que él frecuenta mercados desde hace ya más de 25 años. También dice que en los últimos años ha cambiado todo mucho, que no ayuda que cada ayuntamiento tenga una normativa y una tasa distinta y que aunque en el verano las ventas suben (por el tema del turismo) la deriva que llevan los mercados es la de desaparecer de los pueblos.
Felipe y Víctor coinciden en que las entidades locales deberían tomar partido, llevando a cabo acciones que promocionaran la compra en los mercados, pero también que ayudaran a que más gente lo viera como una oportunidad laboral: reducir las tasas, dar ayudas, ponerlos bonitos, promocionar que agricultores, artistas, cocineros, reposteros o artesanos de cualquier tipo tuvieran un lugar asegurado en las calles…
Pero claro, es difícil: antaño los mercaos se forjaban de los excedentes de las quintanas, de recoger los frutos del monte, de los embutidos y quesos elaborados en las casas… ahora entre las distintas cuotas, la falta de gente en los pueblos, la falta de voluntad de muchas autoridades, las trabas o cambios que se imponen al colectivo (el de los mercaderes) o los cambios de las costumbres, los mercaos son cosa efímera y es complicado vivir de ellos.
Ya es mediodía: Felipe dispone una borona enorme sobre la mesa, desnudándola de su envoltorio. Emana un aroma a hogar que impregna toda la calle y contribuye a embellecer, a dar todavía un toque más vecinal y hogareño a un mercáu que a esta hora está en su hora punta.
Enfrente, en el puesto que atiende Luis ya hay bastante cola. Viene del centro de Asturias, acude a unos cinco mercados semanales y su especialidad son los productos de panadería: panes con distintas formas de los que crujen al apretarlos, empanadas dulces y saladas, bollos preñaos, tarta de manzana…
Entre el aroma de la borona y el de la variada repostería, Luis explica que -él y su familia- llevan ya muchos años dedicándose a la venta ambulante y que cada mercáu funciona de una forma: unos muy bien, otros regular y, los restantes, bastante mal. Sin embargo, opina que es cuestión de estar al pie del cañón, insistir estando ahí y procurar que la gente conozca tus productos. Al final, la clave está en entender que este oficio es una carrera de fondo y no un sprint veloz: si te lo curras, si ofreces algo bueno, la gente lo valora y el boca a boca mueve clientes.
Eso sí, concuerda con sus compañeros en que la tradición de bajar al mercáu ha cambiado radicalmente y que ayudaría bastante que las tasas municipales se ajustaran a la realidad del oficio. También añade que los días de fin de semana no siempre son los más potentes: hay pueblos entre semana en los que se vende genial y sitios que celebran mercados los sábados o domingos en los que no pisa un alma o sólo hay paseantes. Aunque confiesa que desconoce cuál es el motivo y traslada a quién competa la responsabilidad de indagar en ello, para poner soluciones y dar nueva vida a los mercados, llenándolos de oportunidades (de compras pero también laborales).
Muy serio, parapetado tras una pequeña muralla de tarros de miel de distintas flores, Damián asiente a lo que dice su compañero: entre él y su familia trabajan en unos diez mercados a la semana, aunque durante el invierno espacian las visitas cada quince días porque si no acaba siendo lo comido por lo servido. Dice que en los que mejor se vende son los de Gijón y Mieres y que en verano la mayoría de sitios remonta el bajón invernal.
Damián piensa que -como en todo- el secreto está en cuidar la clientela, además de ofrecer buen producto y adaptarse a los tiempos: por ejemplo, aceptar pagos con tarjeta o incluso bizum -porque ya casi nadie lleva efectivo- o tener disponible una pequeña representación de aquello que venden para dejar probar. Al final, como en todo, se trata de tener buena disposición y de que te guste el oficio, aunque es cierto que –según van las cosas- las futuras generaciones ya no ven los mercaos como oportunidades laborales. Y aunque ayudaría que los trámites fuesen menos y con facilidades, también se necesita idear “innovaciones” que hagan que la gente participe del mercáu.
En la esquina opuesta de la calle Juan reflexiona acerca de las mismas cosas: él viene de la zona centro y se dedica desde hace más de dos décadas a vender ropa: jerséis, camisas, pijamas, pantalones, calcetines… hasta ropa para niños desde la talla 0. Sin embargo, es mucho más pesimista que sus colegas y afirma que su problema es generacional: no hay relevo. Ni gente joven que quiera dedicarse a la venta ambulante ni gente joven que decida comprar la ropa en el mercado.
En definitiva, la sentencia de Juan es que el “fast fashion” y las compras online han dinamitado el sector textil de los mercados, que antaño sólo tenía competencia en los sastres, boutiques o tiendas pequeñas. Y aunque todavía queda gente que compra a pie de calle, la tendencia al alza es comprar por internet y las grandes tiendas de ropa barata: una competencia a la que él -confiesa convencido- no tiene la capacidad de vencer.
Aunque no todo son nubes: mientras se desarrolla la charla, un grupo de mujeres se acerca y le pregunta a Juan por la talla de una prenda. Él acude a atenderlas, sonriente, sacudiéndose de encima el pesimismo que –hace un instante- le apretaba. Enseguida, la cháchara con las mujeres se hace distendida, adornada de carcajadas, piropos y bromas cruzadas. Muy cerca, Felipe corta, concentrado, una enorme porción de borona para un hombre que va cargado con bolsas con más compras y –al fondo- Luis extiende una bandeja con raciones de empanada ante un familia de cinco.
Parte 3: las reflexiones
Nosotros nos vamos del mercáu paseando, adhiriéndonos un rato más a su ambiente, cargados casi con más cuestiones que las que trajimos llegando.
Desde luego, la falta de voluntad por parte de los mercaderes no es, precisamente, lo que escasea ni lo que está disolviendo los mercados.
La conclusión principal que nos ronda es que, en realidad, lo que el mercáu necesita para volver a coger impulso, para seguir siendo centro social y lugar sacro, son tres cosas: mimo, ideas nuevas y voluntad; tres ingredientes que no sólo han de poner los mercaderes (que son la cara visible y sufrida de la cuestión) sino también los vecinos y los encargados de gobernar (tan implicados en la pervivencia de los mercados como los primeros).
Entonces, puede que sólo haga falta mirarlos como una oportunidad: un nicho dentro del rural en el que cabe más gente; un zoco repleto de reliquias que necesita de reformas; una oportunidad para sacar a la calle música, artesanía, animación, cursillos, exposiciones, prendas… fraguadas en lo rural.
Igual que se hacen mercados estacionales, repletos de productos agrícolas, artesanos, ecológicos…y se pone mimo en crear eventos que giren alrededor de ellos, los mercados semanales también necesitan más variedad de puestos, más personas, más emprendedores y más artesanos. Además, podrían ser un buen lugar para mostrar oficios tradicionales e incluso recuperarlos: un lugar en el que legar y hacer perdurar cosas como la cestería, los usos de hierbas o les madreñes; un sitio para legar cultura, ruralidad y artesanía de la que habita dentro de Asturias.
Y es que en un día de mercáu cabe (o debería caber) de casi todo: es la jornada perfecta para que los vecinos interactúen, para sacar el comercio a la calle, para poner el arte a la vista, para ofrecer cosas que normalmente no se ofrecen… y sólo hace falta vestirlo con otro traje, sin tocar su alma y su esencia, para que reflorezca su carácter social y sacro.
Mientras eso sucede, el mercáu de hoy sigue en pie, vestido con centenares de oportunidades de compra, luciéndose bajo el sol.
En un par de horas habrá desaparecido, llevándose con él durante una semana entera este soniquete tan suyo y tan de vida de pueblo. Eso sí, mañana madrugará, viajando en furgonetas de distintos portes para estirarse en otra parte. Y aunque ha quedado claro que necesita de impulsos, que pide innovación y ayuda; que, aunque respire, se le van acabando las fuerzas… hoy, por lo pronto, fue un buen día de mercáu.