Analía Pello es descendiente de mineros, hija de les cuenques. Vivió «el auge y el declive de la mina» y en su condición de fotógrafa se propuso «documentar los últimos mineros». No fue fácil conseguir los permisos y sigue inmersa en ese empeño. Mientras tanto, en su camino se cruzaron los otros «últimos» que aún resisten por toda Asturias.
Con esa sensibilidad de quien forma parte de un mundo que desaparece ha mirado a oficios de los que apenas restan profesionales en activo. Son en concreto una veintena, fotografiados desde oriente hasta occidente: un alfarero, un maestro herrero, un pastor de xalda, un madreñero, una artesana del frivolité, artesanos del azabache, un elaborador de queso Gamonéu del puertu, un videoclub, un talabartero, una redera, un ebanista, un reparador de máquinas de coser, una restauradora, maestros toneleros, un paragüero, un artesano del vidrio soplado, un barquillero, un fotógrafo analógico… Una lista viva, porque el proyecto sigue creciendo.

«Dije, bueno, pues el oficio de mi padre no lo puedo cubrir, pero cubro otros. Y así empecé», cuenta. En la primera lista que elaboró entraron «oficios tipo el zapatero, el que restaura máquinas de coser… oficios de toda la vida que les quedaban pocos años». Siguiendo esa línea llegó a «los oficios más ancestrales», a los «arraigados a la cultura».
A base de innumerables horas y muchos kilómetros de punta a punta de Asturias, desde Peñamellera Alta a Taramundi, Analía Pello fue conociendo de cerca esos oficios «en el umbral del olvido» y a las personas que los mantienen vivos. El resultado es una exposición fotográfica, ‘En el umbral del olvido’, inaugurada este mes de marzo en Aller –de donde es natural- y que girará en los próximos meses por más puntos de Asturias. Por lo pronto, mayo en Grao, junio en Turón y Colunga, septiembre en Gijón, octubre en el Cislan, noviembre en Langreo y diciembre en Lugones.

83 fotos acompañadas de breves textos en castellano y asturianu conforman la muestra: 66 detalles de los pormenores del trabajo, de las técnicas; y 17 retratos de las personas que los ejercen. Algunas imágenes, lamenta, tuvieron que quedar fuera de la exposición, pero la historia que en su conjunto cuentan se mantiene. Es la historia de una forma de vida, de entender el trabajo; un «testimonio de la riqueza y diversidad de los oficios tradicionales» y una «llamada a la acción para proteger estos saberes y prácticas ancestrales».
«Si haces madreñes tienes que dedicar diez horas al día para sacar un rendimiento. Si haces cestes tienes que estar todo el día elaborando y a la vez vendiendo. Son oficios que requieren mucho esfuerzo. Y las nuevas generaciones, no sé si afortunadamente o no, buscan otro tipo de trabajos. Yo también lo entiendo, quieren trabajar menos, tener un buen sueldo y tiempo libre. Y estos oficios no son compatibles con eso».
La reflexión de Analía es un fiel diagnóstico del momento que vivimos y evidencia por qué peligra el ser desde artesano a pastor. Lo que hacen es más que un trabajo, es una forma de vida que aprendieron desde niños, que llegó a ellos de generación en generación. Y que hoy no es rentable ni compatible en muchos casos con descansar los fines de semana, con irse de vacaciones, con vivir tal y como ahora concebimos la vida.

Antes se compraba poco y con esfuerzo. Si un paraguas, un zapato o una máquina se rompían, se llevaban a reparar. Hoy se tiran y se compran otras. Y en esa lógica de la sociedad del consumo, por el camino han ido quedando los oficios vinculados a la reparación y restauración.
El valor que le damos a las cosas también ha disminuido porque se producen en serie y abundan. En ese mismo saco acaba cayendo lo que sí se elabora de otro modo, a mano, con cariño y dedicación. Desde la artesanía a productos agroalimentarios.
Incluso cuando se entiende el valor de una pieza de azabache, una red de pesca o un queso Gamonéu del puertu, existe otra frontera más. ¿Estamos dispuestos a pagar el trabajo que conlleva?

«En Asturias cuando hablas de artesanos, como Selito [alfarero de Faro], se pone la gente erguida y dicen ‘pues sí, sí,’. Son oficios que están valorados. Pero luego cuando necesitamos una cesta la pedimos por Amazon porque nos la envían a casa y nos cuesta menos. Es lo que me da rabia», apunta Analía Pello.
La «rabia» es lógica y compartida entre cualquiera que haya visto y comprendido el esfuerzo que conlleva, por ejemplo, elaborar queso Gamonéu en el puerto. Ella acompañó en la majada de Gumartini (Cangas de Onís) a José Luis Alonso, uno de los tres últimos elaboradores de esa variedad que se mantienen en activo. Es además el más joven. En Peñamellera Alta siguió los pasos de César, pastor de la raza xalda. El trabajo del campo, asegura, es el más duro de todos cuantos ha documentado.
Cuenta, entre risas, que con César quedó para hacer las fotos en agosto, en temporada de pastos. Para llegar a los animales, tocó caminar por el monte. «¿Tú sabes lo que es andar por el monte con un pastor? ¡Unas cuestas! Cada poco me decía: ‘Vamos a parar que respiras muy fuerte’. Y yo: ‘Sí, sí’ [risas]. Total, que buscábamos a las ovejas y no las encontrábamos. Me dice: ‘Mira, ¿ves aquella peña?. Yo creo que allí van a estar’. ‘Digo. ‘No puedo más’». En diciembre, continúa, volvió. «Cuando las bajó y ya las pasaba de un prao a otro».
También con José Luis en los Picos de Europa constató que pastor se es “las 24 horas del día, todos los días del año”. “Es ir al monte a ver a los animales, hacer queso, dar publicidad a ese queso, ir a los certámenes a venderlo… Es un trabajo muy duro. Precioso, pero muy duro”.

Si el campo está marcado por la dureza, la artesanía lo está por la precisión. Detrás de su trabajo hay una técnica compleja que, sin embargo, ellos tienen tan interiorizada que llega a parecer sencilla. «Como llevan tantos años haciéndolo, tú lo ves y parece muy fácil. El cestero empieza y tiene una cesta hecha. Ponte tú a hacerlo…», dice.
Categoría aparte merecen también por diversos motivos los hermanos Argüelles, maestros toneleros de Breceña (Villaviciosa). «Dicen que hay tres maestros toneleros en el mundo», explica Analía Pello. Los maliayos son unos de ellos.
«Un tonel da cantidad de trabajo. Primero tienen que elegir la madera. Por ejemplo, eligen un tipo de roble. Si cuando seca tiene alguna grietina, ya no vale. Tienen que volver a elegir madera nueva. Luego tienen que cortarla dependiendo de qué tonel sea, tienen que doblarla, hacer los aros a mano… Y tienen que ahumarlo, que va como el cliente quiera. Es un proceso súper largo”. En alguna ocasión, cuenta, “se tienen plantado en bodegas en las que los toneles no entraban. Tuvieron que desarmarlos y volver a armarlos dentro».

En un principio, la idea de Analía Pello era que su proyecto estuviese integrado por el mismo número de hombres que de mujeres. Resultó imposible y, de hecho, son solo cuatro las mujeres que aparecen en la exposición: Teté Costales, redera de Lastres; Maruja, de 94 años y artesana del frivolité; Montse, de Videoclub85; y Daniele, hilandera. «No es que no las haya», subraya la fotógrafa.
Confluyen dos cuestiones: una, la más superficial, es que al proponérselo, en un primer momento las mujeres «no quieren salir en las fotos». La realidad que subyace, la de más calado, es el propio papel de la mujer en el trabajo. Si a los oficios tradicionales se les da poco valor, los que desempeñan las mujeres tienen aun menos. «No lo ven como un oficio, era lo que hacían las mujeres en su tiempo libre. Y ellas tienen eso interiorizado: ‘Lo mío no es un oficio, es una afición’», explica.

El relevo generacional es en los oficios tradicionales una constante y una paradoja. En los documentados por Analía Pello, todos le compartieron la preocupación por esa «falta de relevo». Pero, a la par, la gran mayoría confiesa que no quisieran que sus descendientes siguieran dedicándose a lo mismo. «Siempre les pregunto, ‘bueno, ¿y qué relevo generacional va a haber? ¿Tienes hijos?’ Y me dicen, ‘yo no quisiera que mis hijos cogieran esto por nada del mundo’. No quieren porque saben que es duro. Todos me dicen lo mismo, estoy esperando para jubilarme, para echar el cierre y quedar tranquilo. Porque encima no es solo que no dé rendimiento, sino que da problemas». Problemas que van desde la burocracia a obtener materiales, vender…
De los oficios documentados por Analía Pello en este tiempo, uno encontró relevo. A Manolo, reparador de máquinas de coser, le sucederá Liliana, una colombiana a la que «enseñó a restaurar, reparar y vender».

Otros lo intentaron o siguen en el intento. De ese capítulo del relevo a Analía Pello le han confesado anécdotas curiosas, como el caso de un oficio de esos que requieren un trabajo más físico. Apareció «un chaval» interesado, pero «a los dos meses empezó a tener problemas de espalda». Esa persona practicaba ‘crossfit’ y tuvo que elegir entre seguir con ese deporte o con el oficio. «Se quedó con el crossfit», comparte .
Que el futuro se augura negro es una percepción compartida, pero también es cierto que existe una realidad no menos poderosa: a todos y cada uno de ellos les apasiona su oficio. «Si vas a cualquier otro trabajo y preguntas ‘¿qué tal estás aquí?’ te dicen ‘pfff’. Pero ellos no, ellos tienen amor por lo que hacen». Lo explica en parte un componente sentimental, el hecho de que hayan sido oficios heredados de padres a hijos, que se sienten como algo propio. «Hacen el trabajo con una entidad, con un orgullo. Ya no es un oficio, es una identidad», destaca la fotógrafa.

Quedan pocos pastores, rederas, madreñeros… Pero también quedan pocos fotógrafos que se tomen la molestia de ir a los lugares, por a desmano que queden; de pasar tiempo con las personas, de conocerlas y de escucharlas antes de disparar, como ha hecho Analía Pello, asumiendo además los costes.
La pregunta es obligada, ¿se siente un fotoperiodista, un fotógrafo documental, «en el umbral del olvido»?
La respuesta, rotunda: «Es tan así que yo nunca ejercí. Siempre hice o colaboraciones o prácticas. A día de hoy, nunca gané dinero con la fotografía». «Los propios medios están recortando. Cada vez se valora menos el tema fotográfico. Va el redactor con un móvil, tira una foto que esté medianamente bien de luz y les vale. Hay muy pocos medios que valoren el poder de una imagen. Y ahora que empezó la IA [inteligencia artificial] a hacer buenas imágenes, cuidado», reflexiona.
En alguna ocasión le han preguntado a Analía Pello si finalmente «tendrá a los mineros» en su proyecto. «Como que me llamo Analía Pello que los voy a tener», contesta con pasión. La misma «pasión» que la une a la fotografía y la misma pasión volcada ahora en un propósito: el de seguir mirando y mostrando con sensibilidad y respeto aquello que, de no encontrar quien lo continúe, desaparecerá. No hay IA que pueda mirar así. Ni tampoco que, de momento, talle madreñes o forje hierro.