Para comenzar esta historia conviene traer a la mente una escena, simple pero poderosa: abres la despensa (o ese armario en el que sueles guardar legumbres, harinas, galletas…) y lo ves. Un ratón. Del tamaño de una nuez grande. Sale despavorido y desaparece de tu campo de visión, como si se desvaneciese.
Es algo inofensivo, pequeño… sin ningún poder para derribarte. Sin embargo, genera susto. Una sensación de incomodidad y nervios, turbia y palpitante. Un runrún interior procedente del saber que algo, más escurridizo y más rápido que tú, acecha en cualquier esquina.
Pues esa sensación: ese runrún incómodo, esa indefensión extraña y pequeñita, bañada de miedo; esa, es la que prevalece en los diecisiete relatos que conforman ‘Ratones en la despensa’, un libro salido de la pluma de la asturleonesa Raquel Presumido y editado por Pez de Plata. Una obra en la que –a través de diecisite historias sembradas de oscuridad, carácter, naturaleza y leyenda- se reivindica lo rural como territorio literario.
«El libro es un viaje a la zona rural. Concretamente, a Rodiezmo de la Tercia, un pueblo de montaña a medio camino entre Asturias y León; mi pueblo. En los relatos que lo componen se mezclan leyendas, cuentos, canciones, personas y situaciones que me contaron o conocí con otras imaginadas, casi siempre imposibles, extrañas o raras…», cuenta Raquel, que confiesa sentirse más cómoda en la narrativa oscura.

«Todos los relatos se ensamblan. Lo que los vertebra son tres detalles: transcurren en un entorno rural, en un pueblo de montaña; además, están envueltos por algo insólito, por una atmósfera de extrañeza, por tramas imposibles o raras; y también, en todos ellos está la indefensión: ante la muerte, ante la locura…».
La portada del libro, refleja muy bien estas vértebras: «La ilustradora Gala Valdés tenía creados ya los dibujos, pero la verdad que parecen hechos a la medida de los relatos. Su arte completa magistralmente estas historias y teje un diálogo entre el interior y el exterior del libro. No puedo estar más agradecida», señala Raquel, refiriéndose al dibujo de portada y las dos postales que la editorial ha incluido en la obra: retratos fantasmagóricos y profundamente rurales en los que el dengue, la pañoleta y la montera se combinan con la sombra de bosque, símbolos celtas y madera.
Y claro. Hablando de oscuridad, de fantasmas y de muerte puede llevar a considerar que ‘Ratones en la despensa’ es una obra con tendencia pesimista, triste o de miedo. Sin embargo, no es tal cosa: Raquel ha sabido contener lo oscuro, dejando las porciones exactas en cada cuento. Y ha conjugado esto con tramas en las que la naturaleza está muy cerca, abrazando a cada historia y haciendo de hilo conductor de las emociones.
Además, en todos los relatos hay cierto toque fantástico, un realismo mágico que atrapa magistralmente y se entreteje con esa «zuna» tan típica de los pueblos.
«Me he limitado a escribir sobre lo que conozco, sobre lo que sé. No hace falta irse lejos ni contar historias de lugares exóticos e imposibles: aquí, tras la puerta, hay millones de historias disponibles llenas de potencia. Y luego, procuro poner la mira en lo cotidiano, en lo infraordinario: en eso también hay mucha chicha. En esas pequeñas historias que ocurren en las caleyas de los pueblos, en las casinas pequeñas, en las huertas… y que casi nadie cuenta», señala la autora.

A la vez, en el libro también hay historia, cultura, tradición, etnografía, música y folklore… Detalles que van llenando huecos bien grandes de las historias y sirven también como testimonio escrito de un carácter rural, una forma de habitar los pueblos, que va desapareciendo lentamente con el avance de los nuevos tiempos y la desaparición de las personas más viejas.
«Yo creo que de la misma forma que hubo un éxodo a la ciudad habrá un éxodo a la inversa: la vuelta a los pueblos. Pero claro, mientras tanto, hay ahí un carácter y una forma de vida característica de estos lugares que se va perdiendo. Una memoria de hechos sustanciales que no deben caer en el olvido: es importante recoger los testimonios de aquellos que todavía quedan, los que vivieron los tiempos de la guerra y la posguerra: ahí hay un relato, aprendizajes, mil detalles… que deben guardarse como tesoros. Hacer eso es Resistencia. Es procurar que los fantasmas de las abuelas reclamen el pueblo, que sigan procurando enseñanzas vitales, por siempre».
Finalmente, otra característica reseñable de ‘Ratones en la despensa’ es que pone en valor la manera de ver las cosas que hay en las zonas rurales: una forma de mirar y afrontar distinta. El pueblo es otro universo para ciertos aspectos: y eso es algo que se siente muy fuerte en estos diecisiete relatos.
«En ‘Ratones en la despensa’ no hay un ‘locus amoenus’, es decir, un lugar idealizado, paradisiaco, seguro, tranquilo…Pero tampoco hay un ambiente de oscuridad cerrada ni negatividad absoluta, como en ‘As bestas’ de Sorogoyen, por ejemplo. Yo creo que ambas visiones de los pueblos son falsas: no es tan dicotómico sino una mezcla de ambos», afirma Presumido, convencida de que crecer en un pueblo da otra visión de las cosas debido a que elementos como la muerte, la vida o la vecindad misma se viven de una forma completamente distinta, más de frente, menos edulcorada.
«En un pueblo puedes encontrar un animal muerto en el camino, hasta no hace tanto se velaba a la gente en las casas, los depredadores acechan los corrales… Esa cercanía a la muerte no está en la ciudad. Y con la vecindad pasa igual: en una ciudad puedes vivir años sin relacionarte ni conocer a tus vecinos. En un pueblo esa relación es parte del día a día, para bien y para mal, pero está muy muy presente», explica la autora, segura de que todos estos detalles configuran modos de mirar y ver la vida muy antagónicos.

¿Significa todo esto que alguien de ciudad no vaya a sentirse cómodo en ese paseo que es ‘Ratones en la despensa’? No, claro que no. Rurales y urbanitas encontrarán cientos de lugares cómodos entre estas páginas, cargadas de historias que juegan al micro relato fantástico dentro de un territorio adornado por humo de chimeneas, bosque frondoso, molinos, cocinas en las que se preparan guisos lentos, huertas de berzas, pantanos…
Porque con todo (y ante todo) este libro es eso: una colección de diecisiete historias que bailan por la extrañeza, lo insólito y lo fantástico dentro de un escenario natural, pequeño, apartado, distinto… Un profundo y necesario homenaje al carácter único de los pueblos pequeños.
Está muy logrado: leyéndolo, uno siente que llega como visitante invisible a un pueblo de montaña. Que vas asomándote casa a casa y contemplando una historia en cada cancela. Y cuando termina el ‘tour’, se siente muy cerca el sitio, se puede hasta oler el ambiente y sentir su banda sonora, sabiendo a quienes lo habitan como viejos conocidos y cerrando las páginas con esa nostalgia que da alejarse del lugar y las gentes a las que siempre llamaste hogar.